lunes, 15 de diciembre de 2025

Mejillas de silicona

Nada hay más antinatural que una mejilla de silicona. El moflete auténtico pertenece a la infancia. En el adulto, ese volumen forzado resulta inquietante, como si la cara hubiera sido confundida con un globo a medio inflar. Hay algo de muñeca hierática en esos pómulos exagerados, algo de figura de cera. Lo más triste no es la moda en sí, sino su carácter casi obligatorio. En determinados círculos televisivos, en especial en los grandes platós estadounidenses, el rostro sin intervenir empieza a verse como una excentricidad, una declaración política o, peor aún, como una negligencia profesional. Envejecer —ese proceso tan poco fotogénico y tan humano— se ha convertido en un acto de rebeldía. Y ya se sabe que Hollywood tolera mal a los rebeldes, salvo que interpreten a uno en la ficción. La cirugía estética, cuando es discreta y responde a un deseo personal razonable, no debería escandalizar a nadie. El problema aparece cuando el bisturí deja de corregir y empieza a uniformar. Basta un rápido zapeo nocturno para comprobar que muchas presentadoras parecen hermanas separadas al nacer: mismos pómulos, mismos labios, misma sonrisa congelada. La diversidad facial, que antes enriquecía la pantalla, ha sido sustituida por un catálogo limitado de rostros estándar, como si existiera un molde único aprobado por algún comité invisible del buen gusto… o del mal gusto. Hay en todo esto una cierta crueldad sistémica. Las mujeres —porque esta presión recae mayoritariamente sobre ellas— son empujadas a borrar cualquier huella del tiempo, mientras se las aplaude por “mantenerse jóvenes”. No jóvenes de espíritu, que eso sería admirable, sino jóvenes de mejilla. El mensaje es claro: puedes ser inteligente, talentosa, carismática, pero si no pareces recién salida de una clínica estética, tu valor decrece. Y, sin embargo, las mejillas son solo una parte del fenómeno. Ya no hablamos únicamente de pechos o glúteos de silicona, esas antiguas prótesis que en su día parecieron el colmo del artificio y que hoy casi despiertan una cierta ternura retrospectiva. El entusiasmo corrector ha seguido avanzando, con paso firme y sin complejos, hasta alcanzar territorios antes impensables. Así, una puede descubrir —con una mezcla de estupor y admiración comercial— que en Amazon se venden pies de silicona para mujeres: impecables, simétricos, eternamente jóvenes. Pies que no han caminado, que no han tropezado, que no saben lo que es un zapato incómodo ni una tarde demasiado larga. El cuerpo, al parecer, ya no se envejece: se compone. Como un mueble modular, pero con mejor embalaje. Resulta curioso que, en una época obsesionada con la autenticidad, triunfe una estética tan artificial. Se predica la aceptación del cuerpo propio, pero se castiga la arruga. Se habla de empoderamiento, pero se impone una cara única, un cuerpo perfecto. Tal vez por eso las mejillas de silicona provocan una incomodidad difícil de explicar: no son solo un exceso estético, sino el síntoma visible de una inseguridad colectiva.

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